¿QUIÉN ESCUCHA AL ABOGADO?
- juancarlospuelloa
- 16 jun
- 6 Min. de lectura
El abogado es, por naturaleza y profesión, un oyente por excelencia. Escucha las penas, los miedos, las injusticias y los silencios que nadie más quiere o puede interpretar. En los pasillos del juzgado, en la soledad del despacho o entre el bullicio de una audiencia pública, su voz resuena para representar a otros. Pero pocas veces alguien se detiene a preguntarse: ¿Quién escucha al abogado?
Este artículo no pretende ser una denuncia ni una queja. Es una reflexión profunda sobre el papel humano, emocional y silencioso del abogado contemporáneo. Inspirado en las historias no contadas de quienes visten la toga, aborda el costo emocional del ejercicio del Derecho, la soledad del litigante, la incomprensión del entorno y el vacío que muchas veces rodea al que defiende, pero rara vez se siente defendido.
Ser abogado es asumir una responsabilidad moral inmensa: dar voz al que no la tiene, proteger al débil, equilibrar la balanza cuando la justicia se inclina. Sin embargo, detrás del discurso técnico y de la postura firme, se oculta un ser humano que también necesita contención. Y ese espacio, paradójicamente, casi nunca existe.
El abogado se convierte en confesor, psicólogo, negociador, estratega, protector. Pero ¿Quién está para él cuando se cierra la oficina y el silencio de su propia vida lo alcanza? ¿A quién acude cuando los casos se mezclan con sus emociones, cuando la injusticia lo supera, cuando la rabia o la impotencia se le atragantan?
La paradoja es dolorosa: quien escucha a todos, pocas veces es escuchado.
La mayoría de las personas acude a un abogado en momentos de crisis: una demanda, un divorcio, un accidente, una injusticia laboral, un homicidio, una herencia disputada. Pocos llegan con esperanza. La mayoría llega con angustia. Y esa angustia, aunque no lo parezca, es absorbida por el abogado.
Con el tiempo, este peso se acumula de forma silenciosa. No hay un manual que enseñe a procesar emocionalmente el sufrimiento ajeno cuando este se vuelve rutina. El abogado comienza a vivir de crisis ajenas, a cargar con dramas que no le pertenecen, a sentir culpa por no poder salvar a todos.
Esta carga, que no se ve ni se menciona en las facultades de Derecho, termina por desgastar el alma. Algunos se vuelven cínicos, otros se enferman. Muy pocos hablan del peso invisible que los habita.
El abogado litigante vive en un campo de batalla constante. Cada caso es una pelea por la verdad, por el derecho, por la dignidad. Pero, como todo guerrero, muchas veces debe luchar solo.
Sus jornadas son largas, llenas de burocracia, de audiencias donde lo personal queda a un lado y el profesional debe imponerse. Pero cuando termina la jornada, cuando las luces del juzgado se apagan y el expediente queda cerrado, muchas veces no hay nadie con quien compartir la victoria o el dolor de la derrota.
Esa soledad no es física. Es emocional. Es la sensación de estar rodeado de gente, pero profundamente incomprendido. Porque quien no ha vivido la tensión de defender una vida con palabras, no puede entender el silencio que queda cuando esas palabras ya no bastan.
En el Derecho, mostrar emociones suele verse como debilidad. El abogado debe ser firme, racional, lógico. Debe saber controlar, liderar, negociar. La vulnerabilidad parece no tener cabida en un oficio donde la fortaleza es requisito indispensable.
Sin embargo, esta cultura del invulnerable solo perpetúa el dolor. Cientos de abogados callan su angustia, su fatiga, su desesperanza, por miedo a parecer incompetentes. Se nos ha enseñado a ser máquinas del Derecho, pero no humanos del Derecho.
¿Y qué pasa cuando el abogado se quiebra? Nadie lo nota. Nadie lo permite. Nadie sabe qué hacer. Porque no hay espacio para que el que sostiene a otros caiga. Y eso es profundamente injusto.
Hay una categoría de silencios que no se ven ni se oyen. Son los que habitan en el interior de quienes tienen que ser fuertes siempre. El abogado, especialmente en culturas latinas, está socialmente posicionado como alguien que “lo puede todo”. Tiene argumentos, recursos, contactos, prestigio.
Pero nadie pregunta por su salud emocional. Nadie se detiene a pensar que detrás del profesional hay un ser humano con historia, con heridas, con miedo al fracaso, con duelos no resueltos. Ese silencio emocional se vuelve un abismo que, si no se gestiona, termina devorando el sentido de propósito.
Muchos abogados comienzan la carrera con pasión y compromiso. Y terminan vacíos, desconectados, atrapados en rutinas. El Derecho, en lugar de ser un llamado, se vuelve una carga. ¿Por qué? Porque nadie los escuchó cuando todavía podían hablar.
Quizás la mayor ironía del ejercicio jurídico es que, mientras el abogado defiende a los demás, olvida defenderse a sí mismo. No reclama sus espacios de descanso, no exige respeto a sus tiempos, no cuida su cuerpo ni su mente. Vive al servicio de causas ajenas, y deja de lado la suya propia.
¿Cuándo fue la última vez que un abogado se preguntó por su propósito? ¿Por su bienestar? ¿Por su paz? ¿Cuándo fue la última vez que se permitió llorar por un caso, frustrarse por un fallo, reconocer que no puede más?
El abogado también necesita abogado. Alguien que lo escuche sin juzgar, que lo oriente cuando está perdido, que lo defienda de sí mismo cuando se exige más allá de lo humano. Pero rara vez lo busca, porque el rol que ha asumido socialmente se lo impide.
No se trata de convertir el Derecho en terapia, ni de abandonar la exigencia propia de la profesión. Se trata de recordar que los abogados también sienten. Y que eso no los hace menos competentes. Al contrario, los hace más humanos.
Escuchar al abogado es escuchar al ser humano que hay detrás. Es permitirle hablar de sus dudas, de su cansancio, de sus miedos, sin que eso implique debilidad. Es crear comunidades donde se normalice el autocuidado, la vulnerabilidad, la pausa.
Porque cuando el abogado se permite sentir, su ejercicio profesional se vuelve más compasivo, más justo, más cercano. Cuando se escucha a sí mismo, puede escuchar mejor a los demás.
Durante mucho tiempo, el éxito del abogado se ha medido en términos de dinero, casos ganados, prestigio o influencia. Pero ¿y si empezamos a medirlo también por su bienestar? ¿Por su capacidad de dormir tranquilo, de criar con presencia, de amar con autenticidad, de vivir con propósito?
Un abogado exitoso no es solo el que gana más juicios. Es también el que puede mirar su vida con coherencia. El que no ha perdido su humanidad en el camino. El que no se ha olvidado de reír, de abrazar, de agradecer.
Es momento de redefinir el éxito desde una mirada integral. Donde el abogado no sea solo una figura pública, sino una persona completa.
En las profesiones de ayuda —médicos, terapeutas, trabajadores sociales— se habla cada vez más del autocuidado. Pero en el Derecho, este concepto sigue siendo tabú. Como si cuidar de sí fuera una distracción, una concesión, una pérdida de tiempo.
Pero no hay nada más urgente que cuidar al que cuida. Porque si el abogado se quiebra, ¿Quién sostendrá la justicia? ¿Quién hablará por el otro? ¿Quién seguirá creyendo que las palabras pueden transformar el mundo?
Cuidar al abogado es cuidar la esperanza. Es proteger la capacidad de soñar con un mundo más justo. Es asegurar que la pasión no se extinga, que la vocación no se diluya en la rutina, que el corazón siga latiendo bajo la toga.
Este texto no tiene respuestas definitivas. Pero sí una invitación urgente: escuchemos al abogado.
Escuchemos su silencio, su cansancio, su necesidad de ser visto. Escuchemos sus historias no contadas, sus derrotas íntimas, sus pequeñas victorias. Escuchemos con empatía, con humildad, con humanidad.
Y si tú, que estás leyendo esto, eres abogado, permítete hablar. Permítete sentir. Permítete pedir ayuda. Porque tu voz también importa. Porque tú también mereces ser escuchado.
Y, sobre todo, porque el mundo necesita abogados que sigan creyendo en la justicia. Pero aún más, necesita abogados que sigan creyendo en sí mismos.
Notas:
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